Bajé de la glorieta del espigón y seguí bordeando el muro de las ramblas del Paseo Colón.
En un descuido, la mirada se desató de sus lazos y pareció abrazarse al cuerpo de la evocación.
Llegué a presentir el rumbo que deseaba tomar, pero no pude resistir cuando ella, la mirada, husmeando el olor salobre del mar, me conduce a más allá del muelle de pescadores con dirección hacia la Marina de los Canales.
Descalcé bajando los escalones metalizados para sentir en los pies desnudos el cosquilleo de la arena de playa.
Con la mirada perdida, camino hacia el sitio ya conocido.
Fue en ese entonces, cuando sorprendido puede verla después de tantos años.
Recuerdos de aquel sublime amor y su fatalidad ya habían quedado en el olvido.
Pero ella estaba allí como hace veinte años, cuando la conocí aquel catorce de febrero.
Acostada sobre una tumbona bajo su toalla playera, su ancho sombrero magenta con cinta blanca que un día le regalé y a reguardo de un toldo de colores.
Hoy igual que ayer, una novela en sus manos encarcela sus pensamientos. Al lado la misma bicicleta sifrina con canasto y parrillera. Sólo faltaban Flavianna y “Sussy” su mascota.
Entonces, fue una innoble mentira lo escrito en aquella misiva. No había muerto. No se había ahogado y el mar tragado su cuerpo junto con su desvarío amoroso al trascender a la sociedad y sus prejuicios.
Pero aún quedaba la duda. Era ella o su hija Flavianna.
En aquellos días, Flavianna apenas tenía seis años y al verme me abrazaba y ante su mamá decía y repetía «Me gustas. Al llegar a grande quiero ser tu novia. Cuento cada día y siempre me faltan doce años».
Pero el desarrollo del sentimiento de identidad y personalidad del niño en atención a su estatus vivencial es algo increíble.
Ya a los tantos días, al abrazarme acercaba su voz al oído para decirme a escondidas «Te quiero. Me gustaría que fueras mi papá. En misa ruego por ello, por ti y por mamá»
¿Cuánto daño pude haber causado? Si es que fue mía la culpa.
Luego, fue una innoble mentira. No había muerto la ilusión
Para evitarla, me acodé a un árbol de playa a su espalda y deslicé hasta quedar en cuclillas.
Era el vivo retrato del que aún subsistía colgado a la pared de mis recuerdos. Entonces, no había muerto.
«Qué recuerdo?»
La madrugada persiste en superar la noche. Junto a otras parejas de enamorados, tomamos camino con dirección al cielo, siguiendo la ruta de la fortaleza del Castell de Montjuïc.
Las tonalidades del espacio están suspendidas a la espera del amanecer.
Nos acompaña el gusto por el amor y acortamos la ruta para quedar en el Mirador del Poble Sec.
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Laura C.
El relato tiene un toque místico que lo hace más atractivo.
Saludos cordiales.
gige
Sencillamente Fantastico. Un abrazo
The geezer
Muy interesantes esas dudas!!
Saludos
César